Prefiero la injusticia al desorden. (Goethe)
No quiero imaginar lo mal que suena para muchos la frase aparentemente
simple que acabo de usar como epígrafe. El slogan es
esencialmente controvertido y no es este el lugar para deconstruirlo ni soy yo
el más competente para hacerlo. La frase, no obstante, es genial y se condice
con otra que Ortega y Gasset (lector atento de Goethe) le dijo a España: “es
grave que una sociedad se corrompa, pero que una sociedad no sea una sociedad
es más grave todavía”. Y harto conocida es la máxima que dominara el espíritu
de Toribio Pacheco, en un país tan bochinchoso como el Perú, según la cual
“vale más el peor de los gobiernos que la mejor de las revoluciones”. En fin,
muchas son las ideas que se pueden asociar a la frase y muchos más los sentidos
que de ella se pueden desprender; pero la interpretación que aquí quiero
destacar es la que el autor del Fausto pretendía: entre
dos males, el mal menor; entre dos injusticias, la injusticia más pequeña.
Sentido común señores, el menos común de los sentidos.
“Algo” intrínsecamente valioso
Al grano. Los sistemas jurídicos, justos o injustos, morales o
inmorales, existen y son posibles porque las personas, al margen de las
distintas e incluso contrapuestas ideas que tienen sobre como debe organizarse
la vida social, en el fondo, muy en el fondo, creen que
tienen algo intrínseca y éticamente valioso. La valía de
ese algo moralmente bueno puede explicarse así: cuando el poder
se ejerce con arreglo a normas establecidas con anterioridad y conocidas por
todos, las personas sujetas a ese poder tienen la capacidad de pronosticar su
ejercicio, la oportunidad de advertir las consecuencias de sus actos, y,
en suma, la facultad de conducirse con autonomía. Ese pronóstico es posible
siempre y cuando (léase nuevamente, siempre y cuando)
se den dos condiciones necesarias (aunque, ojo, no suficientes): primero, que
haya reglas claras de juego, lo que supone, entre otras cosas, normas públicas,
estables, irretroactivas, no contradictorias, etc.; y segundo, que quienes
estén llamados a aplicarlas lo hagan con regularidad, firmeza y coherencia. Y
son precisamente estas condiciones básicas las que un sistema jurídico, sea
cual fuese su contenido, justo o injusto, debe alcanzar a las personas con
su sola vigencia.
Bajarnos una “ley injusta” cuesta demasiado
Toda ley positiva (es decir, toda ley puesta en la
tierra por los hombres y no por la naturaleza o los dioses) tiene un valor en
sí misma, al margen de su contenido; sencillamente porque siempre (siempre,
siempre, siempre) es mejor que la falta de ley, mucho mejor que la ausencia de
un orden determinado. En un espacio en el que el poder se ejerce con arreglo a
lo que dice la ley puede cometerse injusticias seguramente, pero aún
siendo pesimistas también es posible que “acertemos” y hagamos justicia; en
cambio, en un terreno en el que las instituciones pueden ejercer el poder con justicia (¡vaya
usted a saber qué significa eso!), en virtud de lo que manden los valores que
sus miembros han asumido “de buena fe”, “según la Constitución”, “respetando
derechos fundamentales”, etc., nunca es posible justicia alguna, por lo menos a
mediano y largo plazo. Me explico toscamente si me apuran. Si la ley dice una
cosa, pero por ahí a algún juez se le ocurre que la ley esa es
inconstitucional porque lesiona el “principio-derecho de dignidad humana” de X,
podríamos aceptarle que inaplique esa ley a X, y tal vez a Y e Z que pasan por
una situación similar. Seguramente con ello habremos actuado justicieramente en
casos muy concretos, pero al mismo tiempo (y he aquí que nos topamos
con el asunto medular), habremos puesto en riesgo al abecedario completo,
porque al sentar el precedente según el cual la ley es derrotable en
cualquier súbito momento no hemos hecho otra cosa que abrirle las puertas a la
incertidumbre. Los derechos cuestan y bajarnos una ley para hacerle justicia a
uno o varios sujetos solo es posible sacrificando la autonomía de todos:
nuestra capacidad de vaticinar el ejercicio del poder y, por ende, la
posibilidad de actuar con responsabilidad sabiendo de antemano las
consecuencias de nuestras acciones. Hacerle justicia a un sujeto zurrándonos
una “ley injusta” es algo que, a mediano y largo plazo, nos sale caro, porque
todos terminarán por no saber cómo actuar realmente en una sociedad donde las
reglas del partido pueden cambiarse súbitamente.
Muchos festejan que las leyes sean derrotables porque creen que gracias
a esto es posible que las normas injustas sean vencidas
por normas justas; pero olvidan que en la vida real así como esto
que es bueno puede pasar, también es cierto que el tiro nos salga por la culata
aunque no lo deseemos, esto es, que normas justas puedan ser
derrotadas por normas injustas, y lo que es peor, con el pretexto
de que en verdad eran normas injustas. Así, surge el reino de
la incertidumbre: si el Código Civil permite hacer algo, yo no
debo fiarme del todo, porque en cualquier momento y en algún distrito
judicial un juez podría saltar de su asiento diciendo que esa ley en cuya
vigencia me había fiado para comprar una casa es nada menos que injusta.
Y eso es lo que no queremos los pocos, poquísimos, defensores de la seguridad
jurídica.
Si el Código Civil permite hacer algo, yo no debo fiarme del todo,
porque en cualquier momento y en algún distrito judicial un juez podría saltar
de su asiento diciendo que esa ley en cuya vigencia me había fiado para comprar
una casa es nada menos que injusta.
Ahora ya no se dice “justo” sino “constitucional”
Se me dirá que hoy ya no se exige que una norma jurídica sea justa para
ser tal, que eso es cosa de los iusnaturalistas de antaño y que, ahora, en el
marco de un Estado constitucional de derecho, lo que se exige es que estas sean
constitucionales, esto es, respetuosas de una norma suprema positiva (puesta también
por los hombres), la Constitución. ¿Cambia en algo la situación? En absoluto.
Lo único que hemos hecho es ponerle otro nombre a lo mismo. En el habla
cotidiana, queriendo o sin querer, hemos convertido el término constitucional (casi,
casi) en sinónimo de correcto, bueno, justo, adecuado (o finalmente en el símil
de cualquier palabreja moralmente –o sea, social y políticamente– bienmirada).
De modo que cada que se quiere predicar la justicia o nobleza de una norma
jurídica (o de conducta cualquiera) se dice que esta es, sin más ni más que un
famoso y –como veremos en otra ocasión– gelatinoso juicio de
proporcionalidad, constitucional.
Pero ya lo he dicho y lo repito nuevamente: nuestra Constitución, por lo
menos en su parte dogmática, juega a dos cachetes, se acuesta con Dios y
con el diablo; no le gusta ni puede darse el trabajo sucio de pronunciarse en
uno u otro sentido en temas cruciales. Los asuntos más importantes, aquellos
que polarizan al país, no encuentran respuesta en la Constitución, sino en sus
“intérpretes”. Intérpretes que se legitiman diciendo que ellos se ajustan el
cinto a lo que dice la Constitución. Pero si esa Carta, por lo menos en lo
tocante a los derechos fundamentales, no tiene límites, vaya usted a saber cómo
es que los intérpretes se ciñen la correa a la hora de desentrañar el
significado “correcto” de los enunciados constitucionales. En fin, este es otro
asunto sobre el que ya he escrito y del que volveré a hablar en otra ocasión.
Otrosí
Ya bastantes son los partidarios que tiene la justicia que no cabe
en ese grupo ni un alfiler más. Así que solo nos quedaba ponernos al frente y
nadar contra la corriente. Evidentemente son demasiadas las ideas que aquí debo
matizar y concretar, pero baste este primer borrador para empezar el diálogo.
Escribe: Roger Vilca
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